Rafa Hernández - ATTAC Castilla - la Mancha
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Fue en 1637 cuando el clérigo francés Rene Descartes consagró la metodología como elemento esencial del saber moderno. En su célebre “Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad de las ciencias”, mostró, además de un pésimo gusto para titular sus obras; mostró – decía - que la ruta es tan importante como el destino; que las formas trascienden con frecuencia al fondo y lo condicionan.
Viene esta reflexión porque cada encuentro altermundista al que asisto en las últimas semanas, nos conduce cual maldición faraónica, a un debate sin fin entre partidarios y detractores del voto como herramienta de cambio social. Frente al chantaje emocional de los revolucionarios de urna (si no votáis llega la extrema derecha ¿…?), los abstencionistas oponemos el repetido argumento de no concursar en juegos trucados; de no validar con nuestra presencia inocente esa especie de oposiciones al novedoso Cuerpo de Maleantes del Estado, en que se han convertido las distintas citas electorales.
Nunca me gustaron quienes pretenden condicionar mi comportamiento con la amenaza de “que viene el coco”. Sus argumentos –o yo, o el mal- se parecen demasiado a los dogmas religiosos como para que puedan resultar asumibles. Y son en sustancia idénticos a los que durante años ha empleado el partido socialista. El célebre voto útil. Necesito que alguien me explique por qué determinada conducta es nefasta si la usa el PSOE, pero intachable si son IU o Equo, por citar dos candidatos, los que la aplican a los no votantes. En política, como en el amor, hay que aprender a interpretar y disfrutar los silencios. No hacerlo constituye una carencia personal y no un pecado ajeno.
Vuelvo a Descartes. Esa aparente disparidad metodológica esconde un fondo tan profundo como el de la Fosa de las Marianas. La eterna discusión entre los que aspiran a salir de la crisis y los que huyen en estampida del capitalismo. Entre los que pretenden cambiar de jaula y los que sienten un mágico subidón de adrenalina con solo intuir la libertad. La historia concede a estos últimos el privilegio de la razón. Si la analizamos, no encontraremos un solo ejemplo de cambio relevante que haya nacido del recuento de papeles en una cárcel de cristal. Lógico. La reciente práctica en ese engendro que llamamos occidente, nos enseña que un sobre es lo bastante grande para contener muchas ambiciones personales, pero demasiado pequeño para introducir en él la voluntad de los pueblos. De la revolución de los metales a la bolchevique, de las liberales a la tecnológica o a la industrial, ninguna nació de una urna. Primero fueron paridas en la sociedad y luego exportadas a regañadientes a la política o a la economía. Con el voto se cambian gobiernos, no sistemas.
El camino a seguir lo explicó mi cada día más admirado Carlos Taibo, en la última conferencia que pronunció en Talavera. Tiene dos sendas. Una negativa, la pacífica desobediencia civil hacia las normas ilegítimas emanadas de un poder político-financiero que también lo es. Y otra positiva, la construcción de espacios propios de autogestión en el seno de una sociedad que estamos obligados a cambiar. Esto impone el deber de recuperar formas de democracia directa mucho más próximas al ciudadano que las actuales. La otra vía, la de esperar un mesías que en lugar de en Belén, nazca en la Carrera de San Jerónimo, la dejamos para los que profesen determinados credos. Como en la vieja canción de Héroes del Silencio, “Hay que empezar despacio a deshacer el Mundo”.
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