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Si proclamo mi natural optimismo incluso frente a situaciones tan infelices como las actuales, corro peligro de que me tiren cosas por las calle. Pero me confieso adicto a los deportes de resistencia y nadie como un fondista para reconocer que solo el sufrimiento extremo anuncia la proximidad de la meta. En un maratón se pasa mal de verdad a partir del kilómetro 30. Las gentes del sur de Europa llevamos meses de dolor auténtico. La buena nueva es que si seguimos en carrera, como mucho nos restan 12 kilómetros.
Para que ese optimismo tenga fundamento y para que nuestra agonía reciba la corona de laurel con que se premia el éxito, es preciso caminar en la dirección correcta y con una idea elaborada del destino elegido. En esto tengo más dudas.
Guste o no, el origen último de eso que llamamos crisis de deuda se encuentra en el fenómeno globalizador. El capitalismo financiero dominante, en su afán por reducir costes de producción, decidió que iba a vendernos la misma repugnante hamburguesa en una tasca del Madrid viejo que en un garito de Buenos Aires o de Nairobi. Se produjo una contaminación bilateral. Exportamos nuestra ansia por destruir el planeta y recibimos en pago clases aceleradas de corrupción en sus dos orillas: política y económica. También aprendimos a convivir con niveles de endeudamiento próximos a lo insostenible. Nos recetaron a todos la misma medicina aunque unos padecían signos de desnutrición y otros teníamos el colesterol por las nubes. Todos fuimos condenados a “crear riqueza”, cuando el problema de los territorios pobres era distribuir la que tenían y el de los países ricos repartir los excedentes de tiempo que la ciencia nos regala y que ahora el estado quiere usurparnos. Robo a Punset un dato de su blog: cada decenio aumenta (aumentaba, quizá) en 2,5 años la esperanza de vida de un ser humano occidental. Al margen de la exactitud o no de esa cifra, lo que parece obvio es la tendencia y la necesidad de adaptar nuestra forma de trabajar, de vivir y de pensar a un cambio tan trascendente.
Solo el movimiento antiglobalización impulsado sobre todo por ecologistas y neolibertarios, supo comprender el problema. Ahora que el tiempo ha concedido la razón a quienes desde el principio la tenían, muchos quieren subir a recoger el premio . Sean todos bienvenidos . Pero frente a la corriente del “no todos los políticos son iguales” (los de determinadas formaciones son todos santos aunque alguno de los suyos se forren en el Consejo de Administración de entidades en quiebra); a la del “Comisiones y UGT se han confundido, pero son imprescindibles”; o a la del “vosotros tenéis la culpa de que venga la extrema derecha por criticar a la oligarquía político-sindical”; frente a eso, decía, un simple recordatorio. Mientras el llorado Carlo Giuliani caía abatido por la policía fascista italiana, “solamente por pensar” (como canta SKA-P); algunos de los ahora ofendidos cobraban sueldo como parlamentarios de la izquierda presunta, en unos casos, o de la izquierda decimonónica, en otros. Mientras cientos de compañeros antisistema se pudrían y se pudren en las cárceles de media Europa, ilustres del sindicalismo amarillo compartían mesa sin pudor con los dirigentes de la patronal más rancia, en lujosos restaurantes de esos que salen en la guía de determinada multinacional del neumático.
Insisto, sean todos bienvenidos, pero tengamos claro que al día de hoy, pese al fascismo en el poder , pese a la ignorante brutalidad de los antidisturbios y pese a las claras intenciones de algunos afines de adueñarse de la protesta, las calles pertenecen en primera persona a los ciudadanos. Y, como en las juntas de vecinos, cuando asiste el interesado, los apoderados deben pasar a un discreto segundo plano. Por lo menos a este impresentable metido a blogero NO LE REPRESENTAN.
También se extienden por la red mensajes críticos con quienes fueron apaleados por manifestarse de modo pacífico frente a la sede socialista de Ferraz. Si gobierna el PP ¿por qué dáis la brasa al PSOE? Quizá, compañeros, porque nadie salió de Ferraz a decir a la policía que esos señores tenían todo el derecho del mundo a quejarse sin violencia donde quisieran, o quizá porque fueron de los pocos que escucharon el discurso de Rubalcaba en el Congreso.
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