martes, 19 de febrero de 2013

Jornada sobre Soberanía Alimentaria en Talavera

Intervención de Marco Rizzardini, de Slow Food Gredos-Tiétar, en la Jornada sobre Soberanía Alimentaria organizada por ATTAC Talavera. Sábado 8 de febrero de 2013.

    Slow Food (Comida Lenta en inglés) es un movimiento internacional, estructurado en asociaciones sin ánimo de lucro, nacido en 1989 como respuesta a la invasión homogeneizadora de la fast food (“comida rápida”, también conocida como comida basura) y al frenesí de una vida cada vez más acelerada y sin calidad.

   Slow Food quiere devolver dignidad cultural a la comida, promover la educación al gusto, defender la soberanía alimentaria y la biodiversidad y apoyar las economías locales sostenibles y de pequeña escala.

   Se trata de un movimiento que podríamos llamar “glocal”. En el sentido propuesto por Roland Robertson que con el concepto “Glocalización”, subraya la integración entre lo global y lo local. A pesar de ser un concepto integrativo -este autor mira sin duda a ambos aspectos del continuum glocal-global e homogeneización-heterogeneización – su analisis apunta a recalcar la importancia de lo glocal y la existencia de la heterogeneidad.

   Pensando en la naturaleza de los procesos trasnacionales, podemos definir la glocalización como la interpenetración entre global y local que da resultados únicos en areas geográficas diferentes.


1. Quiénes somos: breve introducción histórica

   El sexto Congreso Mundial de Slow Food que se celebró en Turín del 27 al 29 de octubre de 2012 es el último en la historia de nuestro movimiento y se desarrolló en concomitancia con la quinta asamblea de Terra Madre, pronunciándose sobre los temas políticos y culturales de base que rigen la actuación cotidiana de los 1.500 convivia y de las más de 2.500 Comunidades del Alimento operantes en 130 países del mundo.

    Ideas, valores y organizaciones locales (convivia y comunidades del alimento) son el más alto don de la articulada red de Slow Food, el nivel fundacional del movimiento, mientras que las estructuras organizativas a nivel regional, nacional y supranacional, son instrumentos al servicio de la red, de su difusión y de su arraigo en los territorios.

   La flexibilidad, la capacidad de adaptación de este segundo nivel han demostrado ser en el tiempo la auténtica fuerza evolutiva de Slow Food. A lo largo de nuestra historia han funcionado más o menos bien diferentes soluciones organizativas: es normal que en un proceso evolutivo se alternen los errores y las correctas intuiciones.

    Pero, vamos por orden. El Manifiesto de Slow Food, redactado con poesía e inteligencia por Folco Portinari y subscrito en diciembre de 1989 en París por los fundadores del movimiento, fue el primer capítulo de un pensamiento hoy compartido en todos los rincones del planeta. Su originalidad es actual aún hoy, y ha inspirado la historia de Slow Food. El derecho al placer, la importancia de recuperar ritmos de vida conscientes, el valor de la biodiversidad cultural, son los temas sobre los que se han formado al menos dos generaciones de dirigentes.

   En la segunda mitad de los años noventa la certeza de que el mundo de la gastronomía debía movilizarse para salvaguardar el gran patrimonio agroalimentario amenazado por las producciones masivas, devino para Slow Food la fuente de inspiración para el Arca del Gusto y para los Baluartes. Defender especies vegetales, razas animales, conocimientos en peligro de extinción, ha caracterizado con fuerza y prestigio nuestra labor. En el comienzo del nuevo siglo nuestra organización y nuestra red habían ya conquistado terreno en buena parte de los países occidentales, pero el verdadero impulso estaba aún por llegar.

   En 2004 Terra Madre se impone como la iniciativa más relevante y ambiciosa de Slow Food: un sueño que se convierte en realidad y que, edición tras edición, extiende su influencia en todos los continentes, refuerza la labor y la autoestima de millares de comunidades del alimento, que en la red y con la red ven reconocidos sus sacrificios y sus ideas. Terra Madre evidencia la iniquidad de un sistema alimentario global que depaupera los recursos del planeta y compromete el futuro de las próximas generaciones. Terra Madre nos ha obligado a razonar sobre un concepto de calidad del alimento que no sólo atañe a sus virtudes gustativas, sino que se amplía hacia el respeto por el ambiente y la justa remuneración de los productores.

   “Bueno, limpio y justo” es la síntesis de un modelo que no sólo cohesiona nuestro movimiento internamente, sino que empieza a conquistar autoridad y respeto fuera de él.

   En fin, aquello que al comienzo sólo parecía una genial intuición se ha convertido con el tiempo en una certeza compartida: la centralidad del alimento es un excepcional punto de partida para una nueva política, una nueva economía, una nueva sociabilidad. Esta certeza ha madurado con el tiempo no sólo en el seno de Slow Food, sino en todas las partes del mundo y la conciencia de millones de personas.

   La centralidad del alimento, que hoy quiero afirmar enérgicamente, implica la convicción de que el derecho a la alimentación es el derecho primario de la humanidad para garantizar la vida no sólo del género humano sino de todo el planeta.

   Esta afirmación tiene consecuencias importantes para nuestro modo de actuar y trabajar: nos ayudará a superar la atávica limitación del gastrónomo que no mira más allá de su propio plato, y nos conducirá hacia unas orillas seguras donde en la sobriedad se encontrará el verdadero placer, la agricultura iluminada y “lógica” se hará cargo de la bondad y de la belleza, el sabor marchará del brazo del saber, la economía local velará por el cuidado del planeta y el futuro de los jóvenes.

2. De que hablamos: el alimento como derecho.


   Decir que el alimento ha de volver a ser elemento central de las reflexiones que afectan a los seres humanos es expresar algo eminentemente político. La condición de los consumidores de alimento es una “no categoría”: las acciones que tienen por objetivo a los consumidores de alimentos se dirigen a todo el género humano y por ello son acciones políticas por excelencia.

   Hoy se piensa en los consumidores como aquellos que “compran” alimentos, pero si los alimentos interesan tan sólo por cuanto son vendidos y comprados (deviniendo competencia de políticas económicas y no de la política en sí), se pierde de vista el alimento como un derecho. Algo esencial para la supervivencia, sin embargo, forma parte de la esfera de los derechos: por eso hablamos de derecho a la alimentación y de derecho al agua.

    La idea de derecho a la alimentación, a partir de su primera formulación en el art. 11 del Pacto internacional sobre los derechos económicos, sociales y culturales, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966, se acompaña de la idea de protección contra el hambre.

   El inciso 1 de aquel artículo sanciona el «derecho de todo individuo a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, que incluye alimentación, vestimenta y alojamiento adecuados, además de la mejora continuada de las propias condiciones de vida», y el inciso 2 enuncia el «derecho fundamental de todo individuo a la protección contra el hambre».

   Sin ese segundo inciso, el artículo 11 no nos plantearía un interrogante, que sí hace, sin embargo, y de forma apremiante. La elección de las palabras nos tiene que mover a la reflexión. Se habla de protección contra el hambre. Porque el hambre es una forma de esclavitud: una esclavitud física, ante todo, que puede traducirse en esclavitud económica, social, y con frecuencia puede concernir a los mismos gobiernos de los países esclavos del hambre, convirtiéndose en esclavitud política.

    Por ello se debe abrir, aun dentro de nuestro movimiento, una época de declarada lucha contra el hambre al igual que se abrió la época de la lucha contra la esclavitud. Fue un combate largo, que duró tres siglos, y en algunos lugares del mundo –pocos por fortuna- aún no ha triunfado. Nosotros hemos de luchar contra el hambre porque es ante todo una forma de injusticia, de prepotencia frente a seres humanos que tienen nuestros mismos derechos. Y no podremos sentirnos “en casa”, con nuestro garantizado derecho al alimento, hasta que no sepamos que ese derecho está garantizado para todos.

   Slow Food tutela el derecho al placer: y no existe el placer basado en el sufrimiento y la esclavitud de otros.

   Otro punto para la reflexión es que el derecho a la alimentación no aparezca en el art. 6 que concierne al derecho a la vida: ¿por qué? La vida aparece entre los derechos civiles y políticos; la alimentación entre los derechos económicos, sociales y culturales. El agua, además, no constaba: pero ha aparecido en 2010 en el campo de los derechos, cuando la ONU ha sancionado finalmente el derecho al agua segura y limpia para usos alimentarios e higiénicos como un derecho esencial «para el pleno goce de la vida y de todos los derechos humanos».

   Es como si se concediera un estatus “accesorio” el acto de alimentarse. La alimentación, en el texto mencionado, no goza del mismo estatus de derecho político y civil que tiene la vida. Nuestra asociación está poniendo en marcha un debate, en términos muy concretos, a fin de ver incorporado en ese derecho a la vida el derecho a la alimentación y a la protección contra el hambre, y debe esforzarse en concreto para la realización de tales derechos.

    De todas formas, la definición de derecho a la alimentación ha sido examinada por el Alto Comisario para los derechos humanos, que ha individualizado algunas obligaciones para los Estados:

  • la obligación de respetar, es decir, de no interferir con los medios de subsistencia de sus ciudadanos y con su capacidad para proveerse a sí mismos;
  • la obligación de proteger, que implica la constitución de un sistema de reglas relativas a la seguridad alimentaria, a la protección del ambiente, a la posesión de la tierra;
  • la obligación de actuar, y por tanto de permitir, mediante las políticas adecuadas, el acceso de los más débiles a los recursos o, en casos extremos, una asistencia directa que al menos permita la protección contra el hambre.
    Bastaría la primera de estas obligaciones para declarar dañino el sistema agroalimentario de corte industrial determinado en los últimos sesenta años por la organización internacional de los mercados. Para Slow Food y Terra Madre esta obligación tiene que ver con el respeto por las agriculturas tradicionales y sostenibles, las únicas que han protegido desde siempre la agro biodiversidad, los recursos y las diversidades culturales, cuyo portabanderas son los productores de pequeña escala, las mujeres, los ancianos, los pueblos indígenas.

    La experiencia de Slow Food, primero con los Baluartes, más tarde con el Premio por la defensa de la biodiversidad y en los años recientes con Terra Madre, nos ha enseñado que la seguridad alimentaria, en el sentido de calidad, acceso y diversidad de los alimentos, no se ve garantizada por sistemas cuyo único objetivo es el mejor posicionamiento en los mercados internacionales.

    En este sentido, “descolonizar” nuestro pensamiento, bajo el signo de la reciprocidad y de la entrega, es igualmente un modo indirecto de sostener la comunidad en que vivimos, o nuestro derecho a la alimentación en todos los rincones de la tierra.

    La seguridad alimentaria y el derecho a la alimentación se realizan, de hecho, sólo con el respeto por las diversidades culturales, que crean bienestar físico y psíquico en las comunidades, y también gracias a pequeñas economías locales que repercuten en cuidados del territorio y revitalización de canales de actividad y crecimiento humanos, para convertirse finalmente en experiencias modelo, replicables y adaptables en cualquier otro lugar.

    Por eso, emplazar en el centro de las políticas el derecho al agua, el derecho al alimento y a la protección contra el hambre significa centrar la atención sobre la humanidad, y no sobre los mercados. Pensamos que ésta es la tarea de una política entendida como defensa del bien común y éste es el ámbito en que ha de moverse nuestra asociación, cada vez con mayor decisión, actuando en muchos niveles y en muchos frentes.

3. La soberanía alimentaria y la urgencia de construir alianzas.

   Os ofrezco ahora una serie de “tesis” que como movimiento Slow Food Gredos-Tiétar hemos ido madurando con la práctica a lo largo de nuestros cuatro años de existencia.

   Podríamos resumir las reflexiones en cinco puntos básicos:

  1. Ha fracasado el modelo agrícola alimentario globalizado. Fracaso antes que nada de cara a la sobrevivencia de agricultores y ganaderos, pero también en lo referido a su demostrada incapacidad de resolver el problema del hambre en el mundo. La terrible paradoja es que conviven, con las carestías y las hambrunas, la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares, con una perversa dialéctica escasez/opulencia. Por otro lado se trata de un modelo generador de una terrible concentración y monopolización de los alimentos: también en nuestro país cinco grandes empresas controlan la producción y distribución de la comida, esquilmando a productores, agua y tierra. Esto conlleva a una perdida acelerada de la biodiversidad por un lado (en un siglo hemos perdido más de 300.000 variedades vegetales) y a la estandarización y banalización de la comida y del gusto por otro. Proteger la biodiversidad, detener su deterioro y trabajar para promoverla es un imperativo que los nuevos gastrónomos, los consumidores convertidos en coproductores, deben perseguir sin tregua. La Política Agrícola Común, también tiene que cambiar de registro, la comida no es una mercancía cualquiera.
  2. Es preciso defender la Soberanía Alimentaria. Es decir, el derecho que tienen las comunidades y los pueblos de estar en condición de preservar la capacidad y la libertad de decidir qué cultivar (y criar), cómo transformarlo y de qué alimentarse cada día. Frente a un poder de decisión cada vez más concentrado y centralizado, a las transnacionales de la agroquímica y de la distribución, es necesario re-localizar una parte de la economía y, sin duda, la producción de alimentos. Es uno de los prerrequisitos de la justicia social y de la democracia: implica que son las personas y las comunidades y no las multinacionales a decidir. Por otra parte, debemos relocalizar nuestra propia forma de vida. Es necesario volver a echar raíces en el lugar, volver a conocer el propio entorno, volver a establecer relaciones sociales reales.
  3. La centralidad de los alimentos. La comida es un punto de partida fundamental, simboliza las relaciones entre los seres humanos, la sociedad y la naturaleza. Es un bien esencial para la sobrevivencia, pero al mismo tiempo satisface unas necesidades profundas de identificación y de sociabilidad y, sobre todo, afecta a todo el mundo, sin exclusión. Actuar sobre la comida significa actuar sobre las prácticas cotidianas, y los pequeños cambios en las decisiones individuales, repetidos a diario, pueden dar lugar a grandes cambios colectivos. Los diferentes aspectos de estos procesos específicos de re-localización se concretan en la preferencia de los productos locales, frescos y de bajo impacto ambiental, o en la elección de productos típicos, testimonio de identidad de los lugares. Esto es viable sólo con una producción más limpia, basada en la supervivencia de explotaciones agrarias y ganaderas pequeñas y medianas, la distribución en circuitos cortos, los productos de temporada y la dignificación de la vida en el campo.
  4. Es indispensable crear alianzas. Para un modelo agro-ganadero sostenible, controlado por los propios productores y apegado al territorio, es necesario e indispensable ser todos “co-productores”. La crisis nos urge aún más crear dinámicas y alianzas virtuosas entre productores, pequeños empresarios del turismo rural, restauradores, escuelas y universidades, familias, asociaciones de consumidores, veterinarios, ingenieros agrícolas, asociaciones de vecinos/as, AMPA y, ¡ojala lo entiendan! con las instituciones designadas al desarrollo local y a la promoción de productos de alta calidad y tipicidad. En nuestros pueblos y nuestros valles hace falta cooperación. No se trata sólo de un marketing más inteligente, hablamos de la necesidad de nuevas complicidades de un nuevo “calor comunitario”, una renovada autoestima compartida, de un sano orgullo de pertenencia. ¿Hay algo mejor que unos buenos fogones y compartir mesa para consolidarlo? El alimento Bueno, Limpio y Justo nos puede unir.
  5. Último, pero no menos importante el Placer. Ya hablé de ello al inicio de nuestro encuentro: el derecho a la vida buena, a la sabiduría, a la cultura. La comida es cultura, identidad y riqueza. No puede existir placer en consumir de forma distraída algo desprovisto de identidad y calidad. El placer en la comida, como en los demás placeres, está también en el tiempo que a ella dedicamos. En una receta preparada con cura; en la convivialidad; en saborearla lentamente. En compartir mesa. Si se come mejor se vive mejor. Un alimento verdadero lo es en todos los sentidos: gusto, olfato, vista, tacto y oído.
   Con nuestras prácticas concretas (educación al gusto; restaurantes Km0; “baluartes” para alimentos de alta calidad en riesgo de desaparición; Mercado de la Tierra; campañas a favor de los productos locales, de una nueva PAC, en apoyo a la extensión de los llamados Grupos de Auto Consumo y las actividades que desarrollan, etc.) desde Slow Food Gredos-Tiétar estamos intentando responder a estas cuestiones acuciantes, apoyando de forma incluyente todos los esfuerzos y ensayos colectivos volcados a crear las condiciones para un nuevo y más sensato desarrollo local.

    Más en general, defenderemos la transición hacia una Economía del Bien Común que, además de considerar a los bienes públicos y comunes como patrimonio colectivo de la humanidad, repose sobre los mismos valores que hacen florecer nuestras relaciones humanas: confianza, cooperación, aprecio, co-determinación, solidaridad y acción de compartir.

   Nuestro accionar es pues también de carácter “político”. De una genuina forma de la “política”, que trabaja para llevar a cabo una democratización real y construir el puente necesario entre el “ser y el “deber ser”. Política de la que, como hombres y mujeres, como ciudadanos, podamos volver a estar orgullosos.

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